Invasores

nico guglielmetti
8 min readFeb 14, 2024

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Recién después de abrir la segunda botella de vino el colorado González se soltó. Era sábado al mediodía y le había caído de sorpresa a la modesta casa pegada al arroyo, en el corazón de Villa Rosario. El viejo se sorprendió al verme y desenrolló la cadena que sostenía a un palenque con un pedazo de malla metálica que hacía las veces de portón.

Estaba cargando baldes del arroyo para echar a las hojas de la pequeña huerta. Después le quedaba pasar la guadaña y acomodar unos alambres mosquiteros que había puesto sobre los tomates y zapallos para que las ratas que subían por la noche arroyo arriba no se las comieran. Para eso también tenía un gato cimarrón y dos cuzcos simpáticos que rastrillaban el perímetro incansablemente.

Apenas detrás del cuadrado de adobe había una bomba con una pileta de patio para asearse y lavar la ropa. Unos diez metros atrás, hecho con tirantes de construcción, se erigía un baño rudimentario, pero digno. Todo en el viejo González lo era a pesar de la precariedad. Siempre me llamó la atención eso y su orden.

A pesar de que no se trataba de su hábitat natural, se había acomodado bastante bien. Su verdadera casa, donde había nacido mi madre y sus hermanos, era ahora un antro de dealers comandado por el más descarrilado de sus nietos, pero eso era historia vieja. No sumaba en nada recordárselo.

Mi vieja decía que en parte la muerte del colorado se debía a esa tristeza. Que un día vio cómo allanaron su casa y la destruían a patadas, y se la tuvo que comer y, obviamente, irse con lo puesto. Pero ese día estaba contento, yo había caído con un pedazo enorme de carne, bolsas con víveres y él insistió con prender fuego.

–Dale, quedate. Mirá los vinos que me regaló un ñato al que le podé la parra esta semana –dijo, señalando dos botellas de Estancia.

Mi abuelo era un tipo macanudo, pero se hacía el recio. Se vino de Chile a una colonia de alemanes del Volga gracias a los favores que daba el general Perón. Según supe, el abuelo de mi abuela, que murió joven y se llamaba Meyer, era un soldado que llegó escapándose de la Primera Guerra.

El colorado González enseguida se adaptó porque, como ya les dije, no le esquivaba al trabajo. Tenía la espalda ancha como una lápida y con su experiencia de minero enseguida consiguió llegar a la tierra del diablo.

Por aquel entonces Bahía Blanca era apenas una decena de manzanas habitadas. El colorado, junto con otros pioneros expertos, llevaron el agua y el progreso a la ciudad. Él era el capo. En su tiempo de esplendor manejaba no menos de seis cuadrillas de zanjeros que con picos, palas y espaldas corvas se ganaban el respeto entre la gente del lugar.

Mientras esperaba que el cuero de la carne se convirtiera en una costra crocante de asarse al ras de la tierra y el sol, me contó que, además de pasar agua, hacían caños maestros de desagüe cloacal y apisonaron también las primeras calles de adoquín. Pero eso no era lo que yo había ido a buscar ni lo que me sorprendió.

Ese día me confesó que el tío Hector tenía un hijo que nunca reconoció. Que la mujer que era su amante y por aquel entonces le sacaba unos años, al no poderlo rescatar del alcohol, un buen día se fue y desapareció como si una ciénaga se la hubiera tragado. Según sus palabras, era un hijo que había tenido en uno de los tantos viajes relámpago a los pueblos de la región.

El abuelo se hincó al vaso en un silencio profundo y me dijo que se sentía un poco responsable por la irresponsabilidad de su hijo. Que no lo debía haber metido a trabajar de tan pibe y que eso le hizo agarrar el gusto a la joda y la plata.

Me comentó también que por entonces un zanjero era un señor y, mientras preparaba unas ensaladas con tomate y achicoria, dijo que, para que me diera una idea, con la plata de una quincena le pagó el casamiento de mamá. Con servicio de lunch, salón y todo.

Comimos y disfrutamos de ese día tan especial, y nos dijimos un montón de cosas calladas durante años. Yo le dije que me sentía culpable por no haber estado presente con él y sí con mis otros abuelos. Ambos brindamos y convenimos que al pasado hay que dejarlo bien atrás.

Le dije que también sabía lo de Héctor porque un día me lo contó en pedo bajo el limonero de casa. Aquel día como hoy mi tío había venido a recolectar limones para vender y yo me fui de raje a la carnicería, y ahí nomás lo invité a comer. Recuerdo que después de la birra número diez y a eso de las siete de la tarde de un sábado de enero lo eché y, a pesar de ser un borracho duro, le costó bastante agarrar la bici y enfilar para su barrio. Ese día me gané su respeto porque a pesar de estar borracho como una cuba podía charlar y manejarme con cierta normalidad.

–Son los genes –me dijo con un brillo de orgullo en la mirada.

Antes de terminar el tinto, el colorado trajo hielo y un pedazo de mantecol que venden suelto en la panadería, el que cortó prolijamente tras limpiar el cuchillo aún con la grasa tibia de la carne.

–¿Querés que abra una cerveza? Tengo Gancia también…

–Por mí así está bien, abuelo, tengo que manejar después.

El viejo se incorporó y enfiló para un galponcito hecho con chapas que tenía al costado de la casa. Desenrolló el alambre e ingresó a ese lugar atestado de palas y todo tipo de herramientas relacionadas con el arte de labrar la tierra.

Cuando dejamos el tema de la familia atrás e intenté sugerir lo que Héctor me había contado, el viejo se me anticipó. Se afirmó sobre sus borcegos con punta de acero, el pantalón de grafa y su musculosa blanca. La camisa de lino marfil ahora colgaba del respaldo de la enclenque silla de madera en la cual se sentaba con aplomo.

En su vida de experto excavador, había desenterrado decenas de elementos que, por algún motivo, la historia oficial de esta ciudad había querido ocultar y él se dignó al fin a develarme.

–Esto lo encontré un día que tuvimos que romper la calle Alsina, donde quemaron a mis compadres –dijo con un dejo de ira y nostalgia en la mirada. Jorge sabía que los mapuches eran nómades que como él habitaron suelo chileno hasta trasladarse a la Argentina.

Corrí las tablas con restos de huesos y ensalada, y me prendí un pucho. El abuelo tiró con un repasador las migas fuera del tablón donde habíamos comido y colocó un pedazo de piedra que no era ni más ni menos que la punta de una flecha. También se diseminaron hermosos y coloridos fragmentos de vasijas y tres cráneos partidos. Dentro de un tarro de aceite envuelto en bolsas de arpillera había una especie de feto momificado del tamaño de una paloma. Su piel reseca me recordó la guata de las botas que usan los españoles para tomar vino. Un colgante extraño con inscripciones en otra lengua y un mortero se sumaron también a esa pequeña muestra privada.

Salvo el feto, el resto podría pertenecer a elementos de otras civilizaciones. Pero el viejo me estaba preparando para lo mejor.

Me contó que, en el año ’83, ellos estaban en una obra en Villa Iris y, como la peonada se había ido a una enramada, él y dos más se quedaron cuidando el lugar. Un caño maestro llevaría al fin el agua al pueblo y no se podían dar el lujo de fallar. Dijo también que, en el momento exacto en que estaban jugando a los naipes, vieron a lo lejos una extraña explosión en forma de aureola de unos treinta metros que, en verdes y rojizas gamas, se desprendían del fuego.

Al principio pensaron que se trataba de un incendio natural, pero cuando se arrimaron, vieron a dos seres extraños de escasa estatura achicharrándose. Con cara consternada detalló que gemían como si fueran centelleantes comadrejas. Si de algo quedaron seguros fue de que no se trataba de seres humanos.

Antes de marcharse despavorido, Jorge me confesó que intentó tomar pedazos metálicos de carcasa y al no quemarse prosiguió con la acción.

Acto siguiente colocó sobre la tabla de esa improvisada mesa una alforja de hierro implacable del mismo grosor que las antiguas tapas de los medidores de agua, pero con jeroglíficos indescifrables, mientras los cuzcos dejaron de comer los restos del asado y se fueron despavoridos al fondo, donde se quedaron echados y en silencio.

El viejo iba a seguir hablando de los ovnis, pero en ese momento tuve una suerte de mística iluminación. Exhumé un cajón de viejas botellas de Crush y le conté al abuelo lo que necesitábamos hacer. Sacamos nafta del coche con una manguerita para nivelar y con prolijidad de artesano cortamos en tiras un repasador para hacer las mechas. El colo González desempolvó un revólver de segunda mano y una vieja escopeta 16 con la cual en sus años mozos solía ir a perdicear y con la cual ahora se podría disparar desde el auto.

Una vez que revisamos los seguros de las armas y la cantidad de municiones, el abuelo me miró a los ojos y me dijo que era la hora de la verdad.

–Entonces vamos. No hay más nada que esperar –le respondí asustado, pero envalentonándome.

Subimos a mi Fiat destartalado y casi como un susurro sonaba “Ji Ji Ji”. El viejo giró la perilla del estéreo de manera automática y me dijo que hay acciones que requieren silencio. Recorrimos así las diez cuadras que separaban su rancho de su antigua casa y, como era de esperar para la época, las dos ventanas que daban al comedor se encontraban abiertas, apenas dotadas de cierta intimidad, con sábanas que oficiaban de cortinas. Adentro se sentía un parlanchín regaetton y las carcajadas disléxicas de varias personas.

Cuando la hora de la verdad llegó, el abuelo encendió las mechas a gran velocidad y yo las fui arrojando con asombrosa pericia sobre los amplios vanos de esa casa que pronto dejaría de serlo. Fue todo tan rápido y sincronizado que a ciencia exacta no puedo afirmar cuántos segundos pasaron entre que tiré las molotovs y empezamos a disparar sobre las bolas amorfas de gente incendiada que trataba de escapar en tropel. Lo cierto es que los fuimos bajando a puro plomo y el abuelo ahí fue el que tuvo su mejor performance de cazador.

Hasta que no vimos señales de fuego total y silencio no abandonamos el lugar. Mientras lo hacíamos, pude ver cómo los vecinos desde las ventanas reconocían la figura inconfundible del colorado González, pero nadie intentó meterse. Ellos también estaban cansados de los invasores.

#Este relato integra la colección de cuentos de Antes que el tiempo arrase con todo(Unidad de Sentido, 2021)

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nico guglielmetti

Linea fundadora en Unidad de Sentido Editora. Talleres de escritura creativa, staff de revistas literarias y gestión cultural. Soy escritor